Los tiempos cambian... demasiado a menudo. Ya no existe la estabilidad: los jóvenes de hoy luchamos por vivir el día a día, sin pensar si realmente habrá un mañana y qué pasará en él. Por eso somos tajantes al tomar nuestras decisiones y por eso no valoramos lo que se supone debemos valorar. Porque lo que se nos ofrece no es lo que se nos debería ofrecer. Por eso hay más depresiones: porque no asimilamos los cambios que a diario se producen en nuestras vidas, porque nos gusta, como a la mayoría tenerlo todo atado. Sólo aquellos que asimilan que no hay nada seguro se libran de estas depresiones.
Los tiempos cambian para mí también, que entro dentro de este grupo inestable. Cambio de trabajo cada tres meses, hago entrevistas como churros que sé que no me van a gustar, me hago un esguince bajando las escaleras del metro... estas cosas pasan. ¿Y sabéis qué? No me importa lo más mínimo. Porque aunque debería valorarlo, no lo valoro. Porque me dan cosas que no deberían, me dejan los restos de lo que otros comen, soy lo último de la cadena.
Los tiempos cambian para todos: para nuestros padres, que nos tienen en casa hasta que decidimos que estar debajo de un puente nos honra más; para nuestros abuelos, si están vivos, que criarán los perros y gatos que tengamos cuando queramos irnos a la vuelta de la esquina de vacaciones; para nuestros amigos, que con la inestabilidad compartida quizá no nos encontremos nunca en la posibilidad de organizar nada grande juntos; para nuestras parejas, que vivirán a remolque de nosotros y nosotros de ellas.
Los tiempos cambian, sí, y yo aquí estoy... haciéndome con un par de muletas para caminar. Porque quién sabe, mañana quizá pueda volar.