martes, 18 de enero de 2011

Es difícil, lo sé.

Huyes, hacia un lugar enneblinado donde no puedes pasear por las calles con los brazos abiertos como si fueras un ángel. Y desciendes hasta sus aguas vaporosas para surcarlas, cual marinero intrépido, esperando que el lugar en el que te deje sea mejor que el lugar del que vienes. O quizás que al volver las cosas hayan cambiado, como ya lo hicieron la última vez. Lástima que ahora quieras revertir esos cambios, de nuevo.


Góndola siempre me ha sonado a golondrina. Puede que sea uno de los pájaros que primero aprendemos cuando somos pequeños, siempre dibujando "uves" en los cielos algodonosos. Les cogemos cariño. Y al mismo tiempo les envidiamos, por verlas tan arriba, mirándonos desde lo alto, elegantes, dejándose llevar. Pero San Marco no estaba lleno de golondrinas: su suelo era un bacanal de palomas y gaviotas. Odio las gaviotas. Las veo pasar a veces en verano cerca de mi ventana, que mira al mar, violentas, tratando de arrancarme un trozo de manjar. Los turistas no podían ocultar su gozo al ponerse comida sobre las manos y que estos animalejos se les subiesen como si fuesen la estatua de Colón, llena de mierda ácida.

Durante una noche no pude ver más que caras. Máscaras de colores que me miraban serias, con esa expresión asesina pero que en absoluto me da miedo. Cada máscara es una parte de la esencia de la persona que la crea, y sus colores representan el ánimo que tiene cuando lo hace. Por eso es tan difícil, y a la vez tan fácil, escoger una de ellas y, conforme el tiempo avanza, enamorarse de esos colores. Porque tras los rostros serios y contenidos puede encontrarse una persona amable, divertida y soñadora. ¿Por qué no?
Cerraba los ojos y esas caras me perseguían: no podía dejar de ver a sus creadores en ellas, ni dejar de pensar sobre quién las había hecho. ¿Acaso me había cruzado con alguno de ellos por esas estrechas calles?



Pero dicen que lo mejor de un viaje es volver a tu hogar, para reflejarlo, para enseñarlo, para entender qué realmente diferencia ese sitio del que venías. Si uno mira el cristal de murano puede embobarse haciendo escrutinio de sus llamativos colores y formas; puede perderse en sus espirales y en sus brechas.

Me quedé pensando que quizás estaba bien tener dolor de gemelos, y seguir sintiéndolo a la vuelta, aunque eso fuera lo único que había cambiado.

viernes, 7 de enero de 2011

Tras Gantz, la oscuridad

Cerré los ojos sólo por tratar de que la oscuridad se apoderase de mis pensamientos. La sensación de empezar a ver en blanco y negro y, tras eso, perder el sentido de cualquier pensamiento que no sea onírico debería satisfacer a cualquiera. Yo hubo un tiempo que temía esa sensación, como si se tratase de una pérdida de control de mí misma. Después comprendí que no dejo de existir por no sentir control.

El caso es que ayer cerré los ojos. Y como imágenes impregnadas en mi retina salían dibujos en blanco y negro; dibujos hechos a mano. Debe ser de tanto leer Gantz. Los ojos de los personajes te persiguen hasta en tus sueños. Y de repente, todo empezó a fundirse en negro, como si alguien hubiese tirado un cubo de pintura desde arriba del televisor que eran mis pensamientos.

Y empecé a pensar que yo apenas le conocía. Venía de vez en cuando con nosotros, hablaba naturalmente e incluso conocía algunas cosas de su vida resultado de juegos alcohólicos. Pero nada más. En aquél momento recordaba su nombre porque he tenido siempre la costumbre de poner tras el apodo los nombres reales de las personas e incluso la ciudad donde viven. Creo que antes tenía demasiada mierda "contactil" que me obligaba a hacerlo. Tras conocer mejor a esa persona descubrí que había cometido uno de los mayores errores de mi vida: ya no podría volver atrás, ya no podría volver a no-conocerle. Pero ese no era el error: el día que se fuera yo ya no podría seguir viviendo. Ahora, supongo que como antes, ya no era una desconocida... ya lo sabía todo de mí.