He estado pensando un poco acerca de los sitios que nunca vemos vacíos. Esperamos, por ejemplo, que la sala de un concierto de Springsteen esté llena; o una discoteca un sábado por la noche; el Camp Nou en un Barça-Madrid; o las Ramblas... siempre.
Miles de energías flotando a la vez encerradas en una misma jaula compartiendo experiencias que un día se convertirán en recuerdos. Y sin darse cuenta, crean lo que son los mejores años de su vida en esos habitáculos; años que luego recordarán con melancolía: "Pf, pues no me pasaba yo horas allí", "Era mi segunda casa"...
Hablamos de esos sitios como si fueran templos que alimentaron nuestra existencia durante períodos completos. Como si, sin ellos, no hubiera sido posible ser quienes somos, sino otras personas distintas, forjadas de otra pasta.
Y un día, esos templos son destruídos para crear otros, otros que ya no forman parte de nuestra existencia: nuevas generaciones. Y aquellos templos son abandonados: lo que un día fueron ya no volverán a ser. El suelo que tantas veces habíamos pisado, la columna en la que tantas veces nos habíamos apoyado, el canto con el que tantas veces nos habíamos hecho un moratón. Ahí están. Tristes, abandonados, olvidados. Sólo el recuerdo de aquellas personas que estuvieron allí lo mantienen vivo.
Otros, como yo, que quizás no estuvieron, lo miramos e imaginamos un momento de ese efímero recuerdo que yace en otras cabezas. Lo imaginamos desde las sensaciones de los que estaban. Y se nos ponen los pelos de punta. ¡Cómo nos gustaría sentir que formamos parte de esos recuerdos! Ser una persona distinta cada día de nuestra existencia: hoy, cualquiera de los que lucharon en la Segunda Guerra Mundial; mañana, un adolescente de los que iba a Pont Aeri; pasado, qué sé yo: quizás pasado simplemente quiera ser yo.